Al salir del cartel la calle se encontraba vacía. La mayoría de la ciudad dormía plácidamente. Pensé en la bonita metáfora que significaba aquella imagen que se mostraba ante mis ojos. Esa gran humanidad sumida en el largo letargo al que un tirano los había inducido pronto despertaría.
Seguimos avanzando en línea recta por aquella rúa llena de sombras. Las farolas destellaban un tenue halo de luz amarillo que se mezclaba con la niebla que manaba de las alcantarillas. Uno pensaba que estaba atravesando un cúmulo dorado que te helaba el cuerpo. Hacía frío aquella madrugada en Oztral, tanto que se sentía hasta en los huesos. Seguí caminando con un ritmo más alto para calentar mi cuerpo. Mientras observé a mi alrededor con meláncolía y desprecio. El distrito era una jungla de maltrechas casas construidas con despojos metálicos. Recordé como con doce años trepaba por sus tejados para explorar la ciudad sobre ellos. Era más divertido saltar de tejado en tejado, o improvisar puentes inestables para atravesarla. Por un momento, añoré volver a esa edad en la que uno no tenía preocupaciones, y me vino a la memoria como empezó toda esta contienda.
Yo viví toda la vida sin padres humanos. Mi familia fue un grupo androides que trabajaba construyendo el metro de la ciudad. Siempre dijeron que fui un regalo divino para todos ellos. Los robots, a diferencia de los humanos, eran incapaz de procrear. Dependían completamente de los seres humanos para ser fabricados.
Fue en un ocaso de noviembre cuando aparecía en sus vidas. Yo tenía dos años. Uno de ellos me encontró en las inmediaciones de una de las bocas de metro del distrito Beta. Ellos me adoptaron y criaron en aquel entramado de túneles oscuros.
Su vida estaba practicamente subyugada a aquel lugar. Pocas veces salían de allí, puesto que era su hogar y lugar de trabajo. Recuerdo que en cada estación había un almacén para descansar. Aunque ellos pocas veces descansaban. Normalmente dejaban de trabajar cuando su rendimiento empezaba a estar por debajo de lo normal. Cuando eso ocurría, que solía ser a las doce horas de trabajo continuado, los enviaban a algún taller del distrito en el que estuvieran trabajando. Allí le revisaban sus circuitos, engrasaban sus engranajes, y los mandaban a que recargaran sus baterías para la nueva jornada laboral.
La batería de los robots puede durar meses encendida, pero la gran carga de trabajo las agotaba con rápidez. Era por eso que su rendimiento se reducía, porque con menos energía estos ejecutaban sus tareas con menos esfuerzo para durar el mayor tiempo posible. Pues si ésta se agotaba, el androide sufría lo que se conoce como una muerte existencial. Ellos podían volver a la vida si se les volvía a cargar la batería, pero toda su memoria desaparecería, y con ella, su sentido de la vida. Era como si en vez de resucitar, volvieran a nacer. Una mente en blanco que debía a aprenderlo todo. Cuando un robot es creado, o vuelve a nacer, lo primero que aprende es a hacer un trabajo que realizará durante toda su existencia. Lo segundo es el lenguaje para comunicarse con los seres humanos.
Es curioso como los seres humanos creen que los robots no poseen la capacidad para entender las emociones humanas por esta primera enseñanza. Obvian que nosotros también nacemos con una primera lección aprendida, y que es justamente el lenguaje lo que nos hace comprenderlas. Es la información que se nos transmite a través de los cromosomas de nuestro ADN. Al igual que la mayoría de los animales. Es lo que denominamos instinto ¿Cómo se explica si no que un recién nacido sepa que cuando su madre le pone el pecho es para alimentarse? ¿Cómo se explica que un gato doméstico sepa cazar habiéndose criado entre humanos que no le han enseñado? Es el instinto lo que les mueve. Desde el inicio de nuestra vida sabemos que para sobrevivir necesitamos matar el hambre, y sabemos que hacer para conseguirlo. Esa primera lección que se le enseña al robot es su instinto. Saben que para sobrevivir deberán realizar esa tarea para la que fueron programados, y esto no les impide comprender las emociones, pues lo segundo que aprenden es el lenguaje que les da esa capacidad.
Todavía recuerdo cuando toda aquella cuadrilla de robots murió. Las obras del metro ya estaban casi terminadas y apenas quedaron una decena de ellos para completarlas. El resto fue enviado a uno de esos talleres para ser descargados. Después fueron enviados a las Minas de Litrion. Nos enteramos de ello cuando alguno de los incompetentes funcionarios del gobierno envió a uno de esos robots reprogramados al metro. Todos reconocimos a KP4, pero él no nos reconoció. Aunque los androides no eran capaces de gesticular, sabían lo que había pasado. Al igual que supusieron que cuando las obras del metro finalizarán, ellos correrían el mismo destino. Todos entendieron que aquello que les ayudaba a sobrevivir con el tiempo les mataría. Lo peor de todo no era darse cuenta de ello, sino que eran incapaces de ir en contra de su instinto. Sentían una necesidad interior de seguir realizando aquel trabajo, y no eran capaces de reprimirla, al menos, al principio
Con el tiempo aprendieron a dominarla. Al igual que el ser humano era capaz de realizar huelgas de hambre para reivindicar algo, ellos fueron capaces de nadar a contra corriente y superar sus impulsos vitales. Pero aquello fue su definitiva perdición. Cuando el gobierno se enteró de que aquellos obreros de metal se revelaban quisieron acabar con el problema por la vía rápida.
Fue en una calurosa tarde de julio. Decenas de policías entraron en el metro para llevarse a los robots declarados en huelga. Ninguno se resistió, y a pesar de ello, fueron acribillados con armas de fuego explosivo. Uno por uno fueron reventando ante mis ojos. Se veían saltar por los aires las piezas que los componían. No pude evitar ir a avisar a los que estaban trabajando. Temía que sufrieran la misma desgracia. Corrí hacia los túneles intentando evitar que no me vieran. Esquivando su fuego de alcance. Pero fue en vano. Cuando estaba apunto de entrar en el túnel un disparo me alcanzó. Salí despedido y sentí como mi craneo se hacía trizas al chocar contra el suelo. Quedé extendido en el suelo, y me percaté de que ya sólo veía por un ojo. Medio pecho me ardía, y no sentía la mitad de mi cara derecha, ni mi brazo. No aguanté mucho tiempo aquel insoportable dolor y me desmayé.
Desperté en uno de los talleres de mantenimiento del último distrito que quedaba por comunicar. Resultó que los policías sólo fueron a por los robots rebeldes. Los otros corrieron otra suerte. La de ser descargados. Sin embargo, el hombre que trabajaba en aquel taller me contó que uno de esos robots que ahora estaban en las Minas de Litrion, me salvó. Por segunda vez, aquellos supuestos autómatas sin corazón acudieron en mi ayuda. Por lo visto, cerraron mis heridas soldándome unas placas metálicas. Luego me llevaron al taller donde desperté y el hombre me reconstruyó las partes afectadas.
Tenía la mitad de la cara, así como medio craneo, recubierta de placas de titáneo. Podía ver con los dos ojos, aunque uno de ellos sólo me permitía ver las cosas en un color rojizo. Cómo si mirara a través de un cristal rojo. La mitad de mi pecho estaba recubierta de placas metálicas, y tenía un brazo mecánico que funcionaba a la perfección. Sin lugar a duda, aquel hombre era un manitas. Su nombre era Qüibik.
Me contó que en otro tiempo se había dedicado a la ciencia médica. Más concretamente a la cirujía de reconstrucción humana. Durante muchos años trabajó en los hospitales del distrito Central, pero una supuesta negligencia médica le condenó a vivir en el distrito Omega. Por lo visto, cargó con el muerto de uno de los parientes lejanos del Ádalid. Así que se tuvo que adaptar a su nueva vida en los suburbios. Por ello montó un taller dedicado a su campo de la medicina, y el mantenimiento de robots. Aunque bien era cierto que sólo cobraba por los robots, que corrían a cuenta del gobierno. Lo otro lo hacía por un fin altruista.
No pasaron muchos días cuando por fin salí de aquel taller. Tenía 15 años, y me di cuenta que aunque aquellos robots evitaron que cayera en manos de la muerte no me habían enseñado nada más que a construír túneles y vías. Posiblemente en la Minas de Litrion hubiera sido útil, a pesar de que el proceso era algo distinto, pero no temía encontrarme con aquella familia que me miraría como a un extraño. Así que le pedí a Qüibik que me enseñara lo que él sabía hacer, que me adoptara como aprendiz. Aunque insistió en que era demasiado complicado para mí y que no tenía los medios suficientes para enseñarme, accedió a enseñarme todo lo que pudiera.
Siete años después era capaz de realizar el mantenimiento de robots, así como crear y trasplantar miembros mecánicos a los seres humanos. Qüibik estaba impresionado. Aunque jamás conseguí llegar al nivel de cirujía que él tenía. Mi límite estaba en los miembros. Era capaz de construir órganos mecánicos, pero nunca los introducía en un cuerpo humano. Mi tutor dijo que era irónico que con la basura que traían de los vertederos fuera capaz de construir verdaderas obras de arte para la cirujía de reconstrucción, y que luego no fuera capaz de operar con ellas.
Eran buenos tiempos para mi, pero lo bueno no solía durar en Oztral. Un día yendo al vertedero a por materiales, Qüibik fue alcanzado en un tiroteo, muriendo en el acto. Fue un ajuste de cuentas entre mafias. Pasaba frecuéntemente hasta que el gobierno decidió intervenir en el asunto. Supongo que se daría cuenta de que no era beneficioso para el control del estado que una de sus herramientas se autodestruyera. Fue cuando éste propuso a las mafias controlar el tráfico de materiales de los túneles dirigidos hacia los vertederos. Toda una jugada maestra por parte del gobierno. A cada mafia le correspondería la misma parte del botín. Realmente la guerra no acabó, pues se instauró otra de precios. Pero poco importaba ya que las mafias ya no necesitaban dar golpes y robar en sus distritos a los comerciantes. Seguían teniendo el poder de la fuerza, pero ahora además controlaban un mercado que les evitaba usar esa fuerza. De ese modo no habría más conflictos, puesto que se competía a través de los precios, ya no era necesario planear golpes en distritos que no fueran los propios. El simple hecho de poner algo a un precio inferior al de tu competidor ya atraía a clientela de cualquier distrito, y con una ciudad bien comunicada por el metro, el escenario era el ideal. Aunque eso sólo trajo riqueza para las mafias, pues antes de hacerse con el control de los túneles, la basura era gratis.
Fue entonces cuando decidí que debía hacer algo, que las cosas debían de cambiar. El mundo no era más que una jungla salvaje. Daba igual cual fuera tu condición. Podías ser un ciudadano libre, o un robot esclavizado y en teoría protegido por el gobierno, pues tu vida estaba sometida a lo que unas élites quisieran. A veces incluso perteneciendo a éstas, como pertenecía Qüibik, seguías siendo un títere más en manos de un sólo individuo: Hitcov. Por ello me decidí a crear Artequia, para estripar la raíz del mal de aquella sociedad, y ese mal era Hitcov.
Doblamos la esquina de la calle hacia la derecha. A partir de ahí el grupo se fue descomponiendo a medida que penetraban los callejones que daban a la avenida que llegaba al mercado. Nos escondimos en los callejones esperando que Steiner llegara con el camión. El distrito seguía guardando un silencio sepulcral, hasta que de una tapa de alcantarilla se escuchó el retumbar del tren cruzando los túneles. Oztral estaba despertando.
Con el tiempo aprendieron a dominarla. Al igual que el ser humano era capaz de realizar huelgas de hambre para reivindicar algo, ellos fueron capaces de nadar a contra corriente y superar sus impulsos vitales. Pero aquello fue su definitiva perdición. Cuando el gobierno se enteró de que aquellos obreros de metal se revelaban quisieron acabar con el problema por la vía rápida.
Fue en una calurosa tarde de julio. Decenas de policías entraron en el metro para llevarse a los robots declarados en huelga. Ninguno se resistió, y a pesar de ello, fueron acribillados con armas de fuego explosivo. Uno por uno fueron reventando ante mis ojos. Se veían saltar por los aires las piezas que los componían. No pude evitar ir a avisar a los que estaban trabajando. Temía que sufrieran la misma desgracia. Corrí hacia los túneles intentando evitar que no me vieran. Esquivando su fuego de alcance. Pero fue en vano. Cuando estaba apunto de entrar en el túnel un disparo me alcanzó. Salí despedido y sentí como mi craneo se hacía trizas al chocar contra el suelo. Quedé extendido en el suelo, y me percaté de que ya sólo veía por un ojo. Medio pecho me ardía, y no sentía la mitad de mi cara derecha, ni mi brazo. No aguanté mucho tiempo aquel insoportable dolor y me desmayé.
Desperté en uno de los talleres de mantenimiento del último distrito que quedaba por comunicar. Resultó que los policías sólo fueron a por los robots rebeldes. Los otros corrieron otra suerte. La de ser descargados. Sin embargo, el hombre que trabajaba en aquel taller me contó que uno de esos robots que ahora estaban en las Minas de Litrion, me salvó. Por segunda vez, aquellos supuestos autómatas sin corazón acudieron en mi ayuda. Por lo visto, cerraron mis heridas soldándome unas placas metálicas. Luego me llevaron al taller donde desperté y el hombre me reconstruyó las partes afectadas.
Tenía la mitad de la cara, así como medio craneo, recubierta de placas de titáneo. Podía ver con los dos ojos, aunque uno de ellos sólo me permitía ver las cosas en un color rojizo. Cómo si mirara a través de un cristal rojo. La mitad de mi pecho estaba recubierta de placas metálicas, y tenía un brazo mecánico que funcionaba a la perfección. Sin lugar a duda, aquel hombre era un manitas. Su nombre era Qüibik.
Me contó que en otro tiempo se había dedicado a la ciencia médica. Más concretamente a la cirujía de reconstrucción humana. Durante muchos años trabajó en los hospitales del distrito Central, pero una supuesta negligencia médica le condenó a vivir en el distrito Omega. Por lo visto, cargó con el muerto de uno de los parientes lejanos del Ádalid. Así que se tuvo que adaptar a su nueva vida en los suburbios. Por ello montó un taller dedicado a su campo de la medicina, y el mantenimiento de robots. Aunque bien era cierto que sólo cobraba por los robots, que corrían a cuenta del gobierno. Lo otro lo hacía por un fin altruista.
No pasaron muchos días cuando por fin salí de aquel taller. Tenía 15 años, y me di cuenta que aunque aquellos robots evitaron que cayera en manos de la muerte no me habían enseñado nada más que a construír túneles y vías. Posiblemente en la Minas de Litrion hubiera sido útil, a pesar de que el proceso era algo distinto, pero no temía encontrarme con aquella familia que me miraría como a un extraño. Así que le pedí a Qüibik que me enseñara lo que él sabía hacer, que me adoptara como aprendiz. Aunque insistió en que era demasiado complicado para mí y que no tenía los medios suficientes para enseñarme, accedió a enseñarme todo lo que pudiera.
Siete años después era capaz de realizar el mantenimiento de robots, así como crear y trasplantar miembros mecánicos a los seres humanos. Qüibik estaba impresionado. Aunque jamás conseguí llegar al nivel de cirujía que él tenía. Mi límite estaba en los miembros. Era capaz de construir órganos mecánicos, pero nunca los introducía en un cuerpo humano. Mi tutor dijo que era irónico que con la basura que traían de los vertederos fuera capaz de construir verdaderas obras de arte para la cirujía de reconstrucción, y que luego no fuera capaz de operar con ellas.
Eran buenos tiempos para mi, pero lo bueno no solía durar en Oztral. Un día yendo al vertedero a por materiales, Qüibik fue alcanzado en un tiroteo, muriendo en el acto. Fue un ajuste de cuentas entre mafias. Pasaba frecuéntemente hasta que el gobierno decidió intervenir en el asunto. Supongo que se daría cuenta de que no era beneficioso para el control del estado que una de sus herramientas se autodestruyera. Fue cuando éste propuso a las mafias controlar el tráfico de materiales de los túneles dirigidos hacia los vertederos. Toda una jugada maestra por parte del gobierno. A cada mafia le correspondería la misma parte del botín. Realmente la guerra no acabó, pues se instauró otra de precios. Pero poco importaba ya que las mafias ya no necesitaban dar golpes y robar en sus distritos a los comerciantes. Seguían teniendo el poder de la fuerza, pero ahora además controlaban un mercado que les evitaba usar esa fuerza. De ese modo no habría más conflictos, puesto que se competía a través de los precios, ya no era necesario planear golpes en distritos que no fueran los propios. El simple hecho de poner algo a un precio inferior al de tu competidor ya atraía a clientela de cualquier distrito, y con una ciudad bien comunicada por el metro, el escenario era el ideal. Aunque eso sólo trajo riqueza para las mafias, pues antes de hacerse con el control de los túneles, la basura era gratis.
Fue entonces cuando decidí que debía hacer algo, que las cosas debían de cambiar. El mundo no era más que una jungla salvaje. Daba igual cual fuera tu condición. Podías ser un ciudadano libre, o un robot esclavizado y en teoría protegido por el gobierno, pues tu vida estaba sometida a lo que unas élites quisieran. A veces incluso perteneciendo a éstas, como pertenecía Qüibik, seguías siendo un títere más en manos de un sólo individuo: Hitcov. Por ello me decidí a crear Artequia, para estripar la raíz del mal de aquella sociedad, y ese mal era Hitcov.
Doblamos la esquina de la calle hacia la derecha. A partir de ahí el grupo se fue descomponiendo a medida que penetraban los callejones que daban a la avenida que llegaba al mercado. Nos escondimos en los callejones esperando que Steiner llegara con el camión. El distrito seguía guardando un silencio sepulcral, hasta que de una tapa de alcantarilla se escuchó el retumbar del tren cruzando los túneles. Oztral estaba despertando.
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